Me acerco
al vehículo de altísima gama y de enorme cilindrada. A través de la ventanilla
cerrada le hago señales a su conductor para que baje el cristal. Al principio
me ignora y sigue hablando con su señora consorte. Ambos de porte regio y
distante. Ella impoluta y emperifollada, peinadísima a la perfección,
seguramente resultado de una fijación a prueba de huracanes.
Yo no me
voy, sigo insistiendo y finalmente se digna en bajar la ventanilla con un gesto
más que molesto. Intento mantener la calma y le pregunto si es discapacitado a
lo que él me contesta irritado que está hablando por teléfono.
Intento
mantener la calma.
La consorte
me escanea con sus ojos gélidos para averiguar mi procedencia. Me imagino una
lista de fast-check acerca de mí en su interior… Supongo que el resultado no es
muy halagüeño y desde luego no pertenezco a su clase de semejantes.
Intento
mantener la calma, pero ya empieza a ser difícil.
Le explico
al “señor” que no puede aparcar porque está reservado para discapacitados
(popularmente: minusválidos). O sea, gente como yo. Siguen mirándome como si
procediera de otro planeta y él me pregunta si yo necesitaba aparcar allí…
Apoyada en
mis dos muletas ya no estoy tan calmada.
Finalmente
salen con gesto de indignación del aparcamiento y creo que aún no entienden por
qué no podían hacer su llamada telefónica tranquilamente sin que esa individua
les molestara con sus tonterías. ¿Podría haberse esperado un poco, no?